Él caminaba solo esa fría tarde. La cuidad se havía envuelto en un manto blanco, y el viento disuadía a cualquier curioso de salir a la calle, pero eso no le impidió dar su lánguido paseo. No le temía a la nieve, no le temía al frío. Ya no sentía miedo.
Observó la vacía calle, que, teñida de blanco, parecía recién salida de un cuento. Pero él ya no pertenecía a ningún cuento, no era más que un mero observador de los bailarines copos de nieve que revoloteaban a su alrededor, con una alegría que no concordaba con su desconcertante serenidad. Algo en su interior había muerto, y simplemente quería caminar, porque sabía que no podía luchar contra el dolor, así que tenía que aprender a vivir con él a cuestas. Se sentó en uno de los helados blancos y se dedicó a contemplar la mágica danza que la naturaleza le ofrecía, con una sonrisa tallada en la profunda tristeza que contenía en su interior. Ella se había ido, y no iba a volver jamás.